Azulejos, de Belkys Arredondo Olivo, por Alberto Hernández

Palabras del escritor Alberto Hernández a propósito de la presentación de Azulejos el jueves 24 de octubre de 2024 en la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo (Valencia-Venezuela). Editado por Beira Palabra/ Taller Ediciones.

El poeta no tiene que traducirnos un color, sino hacernos soñar un color.

Gaston Bachelard

Foto: Alberto Hernández por Carmen Verde Arocha

1. Una lectura aérea del azul, desde el vuelo de un pájaro o desde la copa de un árbol. Total, el cielo así lo afirma. El azul desde algún pigmento de un lienzo de Reverón o desde el famoso poema de Cruz María Salmerón Acosta. El mar imaginado frente al mar verdadero en las pupilas del poeta de Manicuare. El azul de la distancia en el ojo mágico del emplumado que desde la ventana es visto. El azul azulado azulejo canto de ave migratoria, de poema viajero, enmarcado en tantos temas que hacen de esta voz un libro, un poemario, un libro de poemas, una poesía que se confirma en cada verso, en cada línea que cruza su universo, su terredad y su vuelo. Se lee un libro desde la cordura, desde el ensueño, desde la vibración de las alas del animal aéreo azulado, vertebrado por la síntesis del aire. Se lee un libro de poesía desde ese color que anuncia el título, desde el temblor que se siente en la atmósfera mientras el pájaro se sostiene en la rama de un árbol simbólico o verídico, como los que aparecen en estas páginas de Belkys Arredondo Olivo, porque la poesía admite todo: el equilibrio o el desequilibrio, la sencillez, el escándalo, el silencio, la vida y la muerte. Y en ésta hay una manera de saborear el tiempo en cada verso, en cada tiempo alcanzado, en cada segmento que respiramos. Se lee este libro y sentimos que un todo nos embarga. En Profusion du soir, Paul Valery, citado por Bachelard, afirma: «El azul del cielo es aéreo cuando se sueña como un color que palidece un poco, como una palidez que desea la finura, una finura que imaginamos dulcificándose entre los dedos, como una tela fina, acariciando». Y, en efecto, la «naturaleza aérea» de este libro se ve trazada en la presencia del pájaro, pero también en la inminencia del árbol, en ese todo que conforma ave y planta bajo un cielo fijo.

2. Tres instantes hacen posible esta lectura: ´Sed infinita´, ´El ojo de la rosa´ y ´Contar pisadas´, donde el poema, todo el libro, encaja en una suerte de quietud sonora. Una quietud consciente que de pronto asoma un temblor prematuro provocado por el árbol, el poema mismo, ese que es visto como el que «pliega ondulante/ las hojas una y otra vez», y así las palabras que contienen estas imágenes, esta animosidad verbal traducida en un color que se dispersa en vuelos, en esa llamada de Enriqueta Arvelo Larriva cuando expresa: «Toda la mañana ha hablado el viento/ una lengua extraordinaria», que Belkys Arredondo toma como epígrafe y convierte en «…el camino lo pienso y aparece// en el tránsito/ ni lo fijo, ni lo cambiante hace dialéctica// lo instantáneo ilumina», esa luz, ese viento solar que habla. Podría ser desde «las casas soñadas» o desde el campo abierto donde es posible ser niña, «la de los tules de agua/ la que la muerte no recuerda/ la infante con pájaro incendiada».Y siempre habrá un pájaro. Un árbol. Una casa sola. Esa realidad que se hace magia.

3. Y más si María Negroni lo dice: «La realidad es el arte de la herida». Aquí se confirma una sutura, una llama azul que se descubre entre una flor y otra vez un pájaro. O mirar con detenimiento lo que ocurre mientras en otro paisaje el mundo es mundo: «…decir/ escombro/ tierra/ no me pertenece/ en el lugar donde estoy»: suerte de exilio, de desapego, de lejanía de ese árbol y de esos vuelos. La herida, la nombrada por Negroni, podría estar en «La imagen de una silla de ruedas», en «un bisturí», que «deja cicatriz». El personaje que habla en el poema, el que lo protagoniza, el que lo exterioriza, mira el mundo, lo averigua desde la necesidad del afecto por la ausencia de quienes se han ido lejos: «cuelgo el atardecer en mi balcón/ para llamar a mis hijos// sé que no vendrán». Y en medio del poema pensado, aún en medio de la torpeza de los días, la punzante realidad del país: «aquí uno aprende a hablar bajito/ apretar hondo/ y girar sobre sí mismo».Queda susurrar con el silencio, con los que han partido para siempre en busca de ayuda para enhebrar las palabras de un sueño, en el mismo instante de crearlo: «le dije a mis muertos que te llamaría/ por la estructura del poema».

4. Siguen los temas variando en una mímesis sonora y significativa. Siguen los sentidos atentos a cualquier emergencia, a cualquier quietud, a cualquier vuelo, al color que pronuncia lo perturbable, para citar a Tranströmer: “Ahora estamos dispersos. Séquito de nadie. / Eso dicen las velas blancas”.Y nuestra autora hace una advertencia desde el fondo de un texto, desde el fondo de todo lo que ha dicho antes. Desde la madre, desde quien «respira lo blanco», desde «todo lo rosado», desde el gris, desde el «pantano rosa».Y retorna al momento de la cicatriz: «no expuse mi cuerpo a la herida» para no dejar en solitario, en la próxima página, «el círculo asolado de pájaros», mientras se dice: «no sé qué hacer con tanta belleza». Azulejos es una multiplicación de vuelos temáticos. Un libro donde cabe toda una humanidad, un encuentro con el ser que viaja, que añora, que espera, que sabe esperar. Azulejos no sólo son pájaros nuestros. Azulejos son la representación de un infinito, de la dispersión de la mirada en un ausente.

Belkys Arredondo Olivo
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